El jardinero

Cercano al medio día, antes de cerrar para la colación, entraba a la iglesia para pedir el baño. Siempre lo dejaba. La verdad es que los jardineros siempre dejaban el baño hecho un chiquero, pero sabíamos que era parte de eso que debemos dejar que pasara. Era nuestro aporte a ellos.

Este era coterráneo. Luego de acicalarse un poco y refrescarse del sol inclemente del verano, se sentaba a hacer la llamada de siempre… conversaba por videollamada con su esposa en Venezuela, conversaba con sus hijos, les preguntaba cómo les había ido en el colegio, les pedía que hicieran sus tareas y chequeaba con su esposa cómo se portaban los niños y les aconsejaba.

Al trancar, lloraba. Después de cinco minutos, enjuagaba sus lágrimas con las mangas sucias y roídas, se encomendaba a la Sagrada Familia, y seguía con su jornada.

Esto pasaba dos veces a la semana.

La oración estresada

Cerca de las tres, siempre el mismo día de la semana, se escuchaban los cauchos rechinar de una camioneta que se paraba histérica en el estacionamiento de la iglesia. Del carro se bajaba una muchacha de unos 25 años.

Con uniforme de médico, apresuraba el paso al templo, se sentaba en el último banco y pasaba 5 minutos. Luego, así como llegaba, corría a su camioneta y con la misma histeria emprendía su camino.

Siempre me pregunté por qué hacía eso. Conversábamos sobre las posibles razones, pero eran puros devaneos con la imaginación. Pude preguntarle, pero no tuve el valor.

La pulidora y el trapero

Uno de los instrumentos fundamentales de este trabajo era la pulidora y el trapero. Una vez al mes, corríamos todas las bancas y a fuerza de pulidora y trapero lustrábamos el piso blanco de la iglesia. Parece una labor básica, pero cuando toca correr 100 bancas de más de 100 kilos cada una, pulir, trapear, volver a pulir, colocar todo en su sitio nuevamente, deja de ser una labor fácil y entretenida.

Lo mismo pasaba con los pasillos, la entrada, la capilla y los salones. Todo en una sola semana del mes. El trapero iba perdiendo las hilachas y con el tiempo, había que estar pendientes porque se enredaban entre las patas de las bancas y el padre se daba cuenta.

En una ocasión el padre me reclamó porque encontró unas hilachas en el templo antes de la celebración de una misa importante… yo le respondí que eran los cabellos de mi novia, el trapero. El reclamo paso a ser un chiste que le sacó la sonrisa al padre ese día. Luego, cuando veía los restos del trapero por ahí, me decía “tu novia se está quedando calva”.

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