Los ciclistas son comunes. Con atuendos de oficina, o universitarios, o con ese híbrido entre gerencia e informalidad van con desparpajo y calma, mientras sus cascos, alforjas y mochilas se funden con los transeúntes que los miran sin algún atisbo de asombro. Todos son parte de la misma ciudad… pero no conforme con ello, pueden, también, convivir en armonía. ¡Impresionante!
Investigo y hay normas a las que tanto conductores, ciclistas y peatones deben ceñirse. Busco un poco más, observo en la calle, converso con desconocidos y me aventuro… así descubro que, en la mayoría de los casos, se cumplen. Sí, se cumplen y deduzco que allí, fuera de la anomia, está el secreto de la convivencia, la armonía y ese engranaje social que funciona, según yo, en 80% de los casos por lo menos.
En este proceso -junto con una minuciosa evaluación de mi presupuesto- descubro que resulta una opción interesante manejarse en Santiago con una bicicleta alquilada. Las alternativas son varias, hasta se ofertan unas que son eléctricas y que facilitan esos tramos que parecen planos, pero que en realidad son subidas agotadoras. Pero esas son mucho más costosas.
Generosidad de los anfitriones
Hurgo un poco más y me encuentro con una generosa chilena, Claudia García, que recibe bicicletas en buen estado, las remoza y se las regala a migrantes que no pueden alquilar –y mucho menos comprar- una. Su iniciativa se llama “Mejor Pedaleando” y si usted es un migrante que necesita este medio y su liquidez se lo impide, contáctela a través de su grupo en Facebook y espere con paciencia. Valdrá la pena.
Yo terminé decantándome por MoBike. Sus bicicletas están por toda la Región Metropolitana, el costo es bastante accesible y me permite alternar entre este medio y el transporte público regular mientras mi resistencia me deja asumir, con dignidad y aliento, el reto de los falsos plano.
¡Gracias, Chile!, por ser un país tan latino con esos pronunciados destellos que se parecen tanto al primer mundo.
La libertad a veces sabe a un buen paseo en bici.