¡Viajar es vivir! Quien viaja lleva un tesoro consigo porque no solo tiene la oportunidad de conocer un nuevo lugar, si no de vivir una experiencia a través de su cultura, su gente y por su puesto su comida. Desde muy pequeña he tenido ese instinto aventurero. Esto gracias a mi Abuela, que siempre encontraba una nueva excusa para conocer un lugar, no importaba cuál fuera el destino, lo importante era crear un nuevo recuerdo que pudiéramos guardar.
Gracias a esa mujer intrépida y curiosa, conocí las calles de donde nací, recorrí la ciudad donde crecí y cuando se nos daba la oportunidad, elegíamos un lugar diferente qué visitar en nuestro país. Así pasaron los años, conociendo un nuevo lugar cada tanto. No teníamos que invertir mucho, solo se requerían tener ganas -evidentemente ellas siempre las tenía y yo de curiosa la seguía-.
Visitábamos calles, plazas, pueblos y ciudades, íbamos solas, o a donde algún familiar o amigo nos invitara. Así nos entreteníamos, comiendo en mercados o en casa de alguna vecina, lo que para ambas era una oportunidad de guardar momentos memorables. Ciertamente la pasábamos muy bien, casi siempre comíamos rico, nos reíamos y aprendíamos algo nuevo.
Con el tiempo esos recuerdos se han convertido en tesoros y son a esos mismos a los que achaco la culpa de mi pasión por la comida, los cuentos e historias entre mesas. Son esos los sabores que llevo marcados en mi cabeza, que me hacen viajar a estos momentos invaluables.
Sembrando sabores
Cuando mi abuela me llevaba a recorrer las calles de donde vivíamos, nos paseábamos por casas de sus amigas de años. Recuerdo esos días con bástate claridad, la tarde aparecía en compañía de la fresca brisa que antecede a la noche, y su amiga Mary, la portuguesa, nos esperaba con la puerta entreabierta. Al pasar a la casa, la sala estaba perfumada por el café de las 6:00 pm. Para entonces no me dejaban tomar esta bebida destinada solo a “mayores de edad” que era acompañada por las anécdotas de la semana –razón por la que iba mi abuela a visitarla- así que a mí me ofrecían otro aperitivos.
La especialidad de Mary eran las roscas de naranja y sin duda alguna la razón para que yo fuera a su casa. Recuerdo con total claridad su sabor, eran una paradoja, crocantes por fuera y con una miga suave y esponjosa por dentro, bañadas por un glaseado dulce y amargo con ralladura de naranja. ¡Comerlas era la gloria!
Otras veces tomábamos el metro para visitar a María Gualo, la española, que nos recibía con abundante comida y su tradicional tortilla; solo papa, huevo y supongo que algún otro secreto porque ¡era celestial! se veía pesada por su tamaño, le calculo que media unos 5 centímetros o más de altura, cuando la mordías era una nube en tu boca, sazonada a la perfección y con el mismo sabor tras cada visita. La española siempre le daba la receta a mi abuela, pero a la pobre a pesar de sus esfuerzos y todo lo que batía el huevo, no le resultaba, sin duda alguna era encomiable su valor.
En vacaciones nos íbamos 600.0 km de distancia, para adentrarnos en la región andina del país. A pasar las fiestas en un pequeño pueblo, que se encontraba a unas horas del páramo, la cordillera. Ahí era donde mi abuela tenía más comadres que años de vida y donde todos nos abrían las puertas de su casa a cualquier hora del día. Eran aproximadamente 12 horas de trayecto de la capital a nuestro destino, pero la espera siempre valdría la pena.
Cada vez que íbamos mi paladar hacia fiesta y con eso no me refiero a que comía descontroladamente, la celebración se debía a la mezcla de sabores que experimentaba en cada comida. Esa zona está rodeada de montañas, de ríos y tierras fértiles. Los ingredientes para hacer el almuerzo se iban a buscar en el patio de la casa, la leche se tomaba después del ordeño de las mañanas, los jugos eran de la fruta que se cosechara esa semana y todas las comidas las disfrutábamos en el comedor de la hacienda rodeada de helechos y cundidos del aroma del cafetal que estaba a la entrada. En este pueblo aprendí a valorar el sabor, las texturas y la variedad de los ingredientes. Tomé por primera vez café y me enamore perdidamente de los sabores de mi tierra.
Recuerdos como estos tengo muchos, todos guardados en el baúl de mis añoranzas, que de vez en cuando saco a pasear con recetas que me hagan recordar a mi infancia, para brindárselo a otros y así contarle entre mesas mis anécdotas. Crecer en Venezuela fue un regalo que me dio la vida, recorrerla un logro que me extendió mi familia y saborearla una pasión que nació en casa de cada persona que conocí en esos lugares que visité.
Tuve la dicha de nacer en un país multicultural, que le abrió las puertas a millones de extranjeros de todo el mundo, que se transformó en un hogar para portugueses, españoles, peruanos, ecuatorianos, colombianos, argentinos, chilenos, chinos, alemanes, italianos y paren ustedes de contar. Gracias a esa mezcla, viajé y aprendí de muchas culturas y países sin tener que tomar un solo avión, solo probando sus comidas y escuchando sus historias de lucha y éxito.
A todos los migrantes que llegaron a mi país un día a darle un pedacito del suyo ¡Gracias!
Nos leemos hasta el próximo encuentro Entre Mesas.
3 Comments on “Viajando a través de la comida”
Heidy Fernández
10/06/2019 at 10:51 amBello me trasporte a mi infancia, a mi vzla bonita. Gracias.
Franklin Rivero B
10/06/2019 at 11:29 pmMe encantó, felicitaciones. Espero sigan publicando. Saludos.
Zeneida
10/07/2019 at 6:49 pmUn homenaje a su amada abuela. Me encantó la historia.